jueves, 25 de octubre de 2012

Amantes de la lluvia.

¿Conocéis a alguien al que le guste ver llover? A muchos, ¿verdad? Incluso a muchos de vosotros os encanta mirar por la ventana los días de lluvia y ver como las gotitas caen libres sobre el asfalto, sobre los coches, sobre la hierba y los paraguas de la gente; os encanta ver los charcos, os encanta el sonido de la calle, el olor, olor a mojado, ese olor penetrante y vivo que llena todo de magia; no hablo del olor a humedad, hablo de otro olor, que solo perciben los que aman la lluvia. Hablo de esas personas que en cierta etapa de sus vidas se vuelven melancólicas, recuerdan tantas cosas vividas, y sonríen al hacerlo, esas personas que seguramente no pasen por su mejor momento, pero que son optimistas, siempre ven la magia de las cosas más banales, la belleza de las cosas más inhóspitas, la felicidad en las cosas más tristes; la lluvia, por ejemplo. Porque la lluvia hay que saber verla, hay que saber comprenderla, hay que saber conocer sus dos caras, hay que sentirla caer en tu piel, sentirla mojar tu corazón, darle vida, darle frío y luego calor. Hay que entender que la lluvia es bella por lo mágica que resulta para esta gente de la que hablo, y reconozco que a veces, también para mi; porque a veces, uno de esos días en que no todo te ha salido bien, o más aún, nada te ha salido bien, ahí fuera está lloviendo, y a veces te quedas embobado viendo la lluvia caer y piensas -al menos el cielo se acuerda de mí y llora por mi dolor-, porque hay días que parece que compensa el no ser el único en llorar, o ya no llorar, tan solo no ser el único en no sentir la luz del sol.


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