jueves, 21 de marzo de 2019

Sin título


Llora el cielo sobre la tierra extraña que envuelve con su rutina.
Llora sobre los párpados mojados por su lluvia…
Cae el eco de su vástago sobre las calles asfaltadas de alquitrán.
Es tan extraña esa sensación. Y tan cotidiana…

La lluvia se vuelve amable sobre los charcos, impasible titán bajo los focos que descarados asustan a los duendes que habitan los rincones más vacíos de las calles de este lugar.
Siempre sucede lo mismo, los recuerdos de un tiempo mejor florecen bajo las gotas frías de la oscuridad. Es como si la lluvia que impregna con su húmedo cántico las lunas de los coches, calara hasta el fondo de mi ser, regando con su aroma melancólico la felicidad que me mantiene en pie. Ojalá supiera cómo podar los esquejes de mi mente, que libres de las guías de la razón brotan e invaden cuanto el tiempo hubo conquistado con paciencia y dedicación. Ahora es todo una maraña impenetrable de retorcidas enredaderas.

Ya no entiendo nada. Bueno, sí. Eso es lo peor. Me obceco en mi propia desgracia, en estos momentos de hacerse un ovillo y tumbado en la cama no pensar en nada. O pensar en todo y echarlo de menos. Entiendo cada motivo de las circunstancias, y aún con todo, no puedo evitar ser yo. Equivocarme, querer algo imposible a todas luces.

Supongo que uno nunca aprende a fracasar. A ser sincero con uno mismo. ¿Es tan malo querer que todo salga bien? A veces siento que ofendo al destino solo con desearlo. Siempre es más cómodo esconder las nubes dentro y hacer que brille el sol afuera que dejar que entre la luz y disipe la oscura cicatriz del alma.

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