En la radio, la armoniosa melodía de una guitarra española, interrumpida por el ruidoso motor del viejo Citroën, fluía en mi pensamiento como una caricia suave y rítmica.
A lo lejos, gigantes de roca se erguían silenciosos, inmóviles, ajenos a los senderos que el tiempo había dibujado poco a poco sobre sus pieles. Tras el sucio cristal de la ventanilla, el azul añil del cielo parecía tener un tono más apagado; los pájaros revoloteaban con sus alegres trinos bajo el último sol del aquella verde primavera bañada en violeta.
De vez en cuando, los fugaces comentarios de mis padres me devolvían a la realidad, de la que volvía a huir al instante. No me agradaba viajar en aquel viejo coche; odiaba su ruidoso traqueteo, su olor a sucio... siempre bajaba mi ventanilla para respirar aire puro del exterior. Me encantaba sentir como el viento, impregnado del dulce olor de la primavera, acariciaba con violencia mi rostro y despeinaba mi pelo.
Empezaba a sentir libertad en aquella prisión con ruedas, mas solo unos segundos duro mi epifanía, y cuando volví a la realidad, el viento ya no me acariciaba, y el silencio se había apoderado del motor y de la radio.
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