Llora el cielo sobre
la tierra extraña que envuelve con su rutina.
Llora sobre los
párpados mojados por su lluvia…
Cae el eco de su
vástago sobre las calles asfaltadas de alquitrán.
Es tan extraña esa
sensación. Y tan cotidiana…
La lluvia se vuelve
amable sobre los charcos, impasible titán bajo los focos que descarados asustan
a los duendes que habitan los rincones más vacíos de las calles de este lugar.
Siempre sucede lo
mismo, los recuerdos de un tiempo mejor florecen bajo las gotas frías de la
oscuridad. Es como si la lluvia que impregna con su húmedo cántico las lunas de
los coches, calara hasta el fondo de mi ser, regando con su aroma melancólico
la felicidad que me mantiene en pie. Ojalá supiera cómo podar los esquejes de
mi mente, que libres de las guías de la razón brotan e invaden cuanto el tiempo
hubo conquistado con paciencia y dedicación. Ahora es todo una maraña
impenetrable de retorcidas enredaderas.
Ya no entiendo nada.
Bueno, sí. Eso es lo peor. Me obceco en mi propia desgracia, en estos momentos
de hacerse un ovillo y tumbado en la cama no pensar en nada. O pensar en todo y
echarlo de menos. Entiendo cada motivo de las circunstancias, y aún con todo,
no puedo evitar ser yo. Equivocarme, querer algo imposible a todas luces.
Supongo que uno
nunca aprende a fracasar. A ser sincero con uno mismo. ¿Es tan malo querer que
todo salga bien? A veces siento que ofendo al destino solo con desearlo.
Siempre es más cómodo esconder las nubes dentro y hacer que brille el sol
afuera que dejar que entre la luz y disipe la oscura cicatriz del alma.